sábado, 30 de marzo de 2019

Una historia de España

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     Tuvo que ser al calor de aquél junio en Madrid que me dio la ventolera de salir, cual Alonso Quijano, en busca de más aventuras, ya que no de fortuna. Como si ya no las hubiera tenido en demasía en esta triste y terrible guerra nuestra de la que salí indemne agarrado del último pelo de la cabeza de la Diosa Ocasión.
Ahora, en esta gélida trinchera que no es más que el cráter de un obús soviético en el sector de Krasny Bor dónde nos han situado, aguardamos. No me atrevo a tocar mi MG-34 por miedo a que se me queden los dedos congelados pegados a ella. Para qué, además. Ya no nos queda apenas munición. El fuego de artillería ruso nos ha quebrado el físico, pero no la moral y los pocos que quedamos tras el ataque de ayer nos vamos dando ánimos con chanzas y recuerdos de nuestra lejana España. Mañana, tal vez tengamos que defender nuestra posición y nuestras vidas a la bayoneta.
Amanece. Un sol negro, difuminado, cegado por la blancura infinita de esta estepa árida y dejada de la mano de Dios.
El cabo Contreras se acerca a nuestra posición y nos informa de que los rusos han desistido de su avance y que casi cuatro mil de nuestros camaradas han dejado sus sueños, sus esperanzas, sus vidas en el empeño. Así somos los españoles, pienso, siempre dispuestos a jugarnos la vida de una vez. Nada de plazos. Me viene a la mente, de mis tiempos de estudiante en Salamanca, aquella estrofa de "El trato de Árgel": "Español: que en su pecho el cielo influye un ánimo indomable, acelerado, al mal y al bien continuo aparejado".
Oigo algún sollozo. Mozos jóvenes, inflamados al calor de los discursos. Esto es la guerra, hermanos.
Rezemos. Peleemos.


Ilustración de Augusto Ferrer-Dalmau


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